Hace algunos años, no recuerdo cuantos con precisión, cambié el reflejo del espejo por el de las miradas de una sociedad contaminada por una horrenda enfermedad llamada apariencia. Y desde entonces comencé una batalla injusta contra mi cuerpo, que me ha llevado a bailar entre la talla cero y la catorce; a repudiar la comida tanto como la mierda y a volverla a amar sin querer separarme de ella. Me hice consciente de mi enorme fuerza de voluntad, una fuerza tan grande que me quizo matar, que me enseñó los extremos y que también, me sacó del infierno. Perdí la noción del tiempo, entre otras muchas cosas que perdí, y al hacerlo olvidé que la moda es pasajera y prescindible a diferencia de mi cuerpo, que aunque también es pasajero, me resulta imprescindible para estar aquí y ahora haciéndome ser la hermosa alma viajera que hoy "reconozco" y sigo conociendo cada día.
Para esos días de trastorno, el placer se me volvió una culposa rutina que hizo desaparecer el encanto producido por la satisfacción que da el cumplir un propósito o alcanzar una meta, y se convirtió entonces en una enviciante manera de desahogar la inconformidad que sentía al no caber en el molde. No había manera de saciar mis ganas de darle gusto a... Todavía me pregunto a quién.
Sin darme cuenta en qué momento, estaba más allá de mi objetivo y aun así no era suficiente... estaba completamente vacía, tanto como un cilindro sin fondo, como un pitillo que se deja atravesar por un soplido o un suspiro. Y fue quizás eso, un suspiro de amor perfumado con dolor, lo que me despertó y me invitó a cerrar los ojos para mirar con el alma y regresar a mi esencia.
Abrí mis ojos y le fui infiel al silencio para regresarle el volumen a mi voz y pedir ayuda gracias y a pesar del miedo. Con una bandera blanca en la mano me paré nuevamente frente al espejo dispuesta a abrazar mi reflejo, a validar mi historia, a reconocer la imperfección que me hace ser quien soy y finalmente dejarme enamorar así, tal cual: con estrías, despelucada, sensible y compleja, que a veces resulta seria y otras no tanto; con cicatrices y kilos en desorden confidentes de manjares ahora siempre disfrutados y sin remordimientos. Enamorarme de mis huesos, de mis pataletas, del brillo de mis ojos que me revelan cuando elijo el silencio; de mis pies grandes que se salen del promedio, de mi piel sutilmente decorada con una que otra peca como recuerdo de los momentos en que quise conversar con el sol. También de las manchas, negras como mi humor, que se quedaron en mis rodillas refugiando millones de aventuras en el árbol de atrás, la bici y la tapia de la casa del vecino.
Hoy nuevamente me miro al espejo con el alma desnuda y mi cuerpo vestido con el liviano traje de la reconciliación. Hoy escribo abiertamente sobre esto porque hace parte de mí pero no es lo que soy; escribo porque sé que he sido parte del problema al validar estándares de belleza que se convierten en asesinos silenciosos. Escribo porque sé que las palabras son mi mejor herramienta, que mis pensamientos mi más fuerte sexapeal y mis vivencias mi más valiosa posesión; porque le doy el mismo valor a la sonrisa de mi foto de perfil, que a las historias que la provocan. Y finalmente escribo con la esperanza de ser para alguien más ese suspiro de amor que un día me atravesó para recordarme que lo esencial es invisible a los ojos, y que la belleza no tiene talla porque la autenticidad no tiene medidas.
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