Aprender
es una capacidad con la que nacemos y a la cual recurriremos por el resto de
nuestra vidas de manera constante y reiterativa. Aprender es un proceso,
recurso, ejercicio y camino inherente a la existencia, que nos resulta
inevitable aunque no obligatorio. Incluso desde antes de lo que recordamos,
hemos estado aprendiendo una cantidad de cosas que hoy nos hacen comportarnos
de determinada manera, y nos definen en quienes estamos siendo, sin que esto
quiera decir que seamos por esto “producto terminado”, pues en la medida en que
seguimos aprendiendo, nos vamos transformando y por ende vamos siendo otros en
nosotros mismos, todo esto gracias al aprendizaje.
Sin
embargo con las diferentes experiencias que hoy hacen parte de mi historia, he
aprendido que hay momentos en la vida en donde desaprender resulta aún más
importante y necesario para mi propio proceso de transformación, o de formación
quizás. De construcción de mi ser cambiante, evolutivo y consciente. He aprendido que desaprender es un camino a veces
más complejo que el de aprender, pero que a la misma vez resulta mas
constructivo, no solo para mi como individuo, sino para mi como colectivo de la
comunidad a la que pertenezco. Y todo esto porque finalmente es así como se
constituyen las creencias, las costumbres, las tradiciones y las “verdades”
sociales: a través del aprendizaje que alguna vez alguien tuvo y que lo llevó a
comportarse de determinada manera, que sirvió de ejemplo para que otros
aprendieran y a su vez estos sirvieran de ejemplo para otros y otros, hasta
constituir sociedades, culturas, creencias y demás, basados en lo que en algún
momento fue un aprendizaje individual, que con seguridad respondió a una
situación específica de una experiencia personal de alguien, que posiblemente
ya ni si quiera esté y cuya situación tampoco tenga lugar en el presente.
No
hay nada más constante y transversal en la historia de la humanidad que el
cambio, y resistirnos a el es atentar contra nuestro propio desarrollo. De ahí
que aprender y desaprender se convierte en una necesidad o condición sine qua
non para adaptarnos a la temporalidad en la que vivimos, o si quiera para
sobrevivir a ella, si es que con eso nos contentamos. Aceptar los cambios es
aceptarnos dentro de la historia y comprometernos con hacer parte de ella sin
convertirnos en simples observadores de la misma. Y proponer cambios es además
retar al aprendizaje o des aprendizaje que abre las puertas a nuevas
alternativas, a nuevas posibilidades que en ocasiones y orientadas de una
manera coherente con el bienestar de la colectividad, se convierten en
importantes aportes, en soluciones al dolor humano y en cura para esas
enfermedades del alma que tanto golpean al mundo y a nosotros sus habitantes.
Todo
lo anterior podría ser el marco teórico que me construí para sentir que lo que
escribiré a continuación no es una simple carta abierta de una mujer preocupada
por sus congéneres, y en cambio si un manifiesto de mi inconformidad con
ciertas cosas que hemos aprendido y que es hora de desaprender para seguir
creciendo, no en una lucha de sexos, no en un alegato para defendernos de
chistes, comentarios y hasta leyes que nos agreden como mujeres, sino en
una construcción incansable de una sana
convivencia entre seres que mas allá de su género somos, venimos y vamos a lo
mismo. Somos almas merecedoras, dignas y únicas, en procesos que van a ritmos
diferentes y por eso sometidas a experiencias diferentes, en cuerpos
diferentes, con sexos diferentes, pero finalmente todas unidas por el infinito
poder del amor que crea, cree y quiere, y que nos tiene hoy aquí y ahora.
Mi
sexo es femenino, lo que quiere decir que mi cuerpo tiene las características físicas
u órganos propios de este sexo en mi especie, la humana. En otras palabras mi
sexo femenino hace parte de los rasgos innatos que me conforman, no es algo que
aprendí. Si me preguntan en cambio por mi género, respondería que femenino, que
soy mujer, que me identifico con la concepción social de lo que ser de sexo
femenino significa, es decir fui educada y por eso aprendí a cumplir con
ciertos roles y adoptar comportamientos exclusivos para las mujeres como usar
maquillaje, cuidar del hogar, ser sensible, expresar públicamente mis
sentimientos, ser delicada, no usar la fuerza para relacionarme, buscar
protección, servir y estar siempre dispuesta a ayudar, entre otras cosas.
Mi
género es femenino y soy mujer orgullosa y afortunadamente. Pero debo confesar
que no quedaría del todo contenta con mi respuesta, aunque se que al decirlo
corro el riesgo de ser tildada de lesbiana, machorra y quien sabe que otras
cosas más. Pero lo hago porque gracias a algunos aprendizajes y otros
desaprendizajes, me siento en la obligación de aclarar que si vamos al detalle
no me identifico completamente con la concepción social de lo que ser de sexo
femenino significa o por lo menos de lo que he aprendido y ahora empiezo a
desaprender. Soy mujer y me siento atraída por los hombres. Amo mi sexo, mi
cuerpo y además lo acepto, a pesar de que en el pasado libré muchas batallas en
su contra por sentir que no cabía dentro de la perfección que había aprendido a
valorar, y que ahora considero sencillamente incomparable con mi perfecta
imperfección de cicatrices, gordos, estrías y acumulación de grasa donde para
algunos no debería estar.
Soy
mujer y aprendí a serlo con modelos un poco salidos del contexto social en el
que crecí, y es tal vez por eso, entre otras cosas, que digo que no me
identifico completamente con mi género o para decir mejor, con la concepción
social que ha constituido un género femenino bien diferente al que yo quisiera
que mis hijas aprendieran, si es que tengo la fortuna de ser mamá de niñas
algún día. (y con esto replanteo mi antiguo deseo de solo traer hombres a este
mundo para evitarme el fascinante reto de criar mujeres diferentes pero ante
todo felices.)
Soy
mujer y disfruto de este bendición por encima de todas las dificultades y
desafortunadas limitaciones que socialmente esto significa. Soy mujer y aprendí
a serlo rompiendo con estructuras sexistas gracias al ejemplo de mi mamá y
también de mi papá, que me permitieron descubrir mi sexualidad y construir mi
género sin restricciones de roles ni capando mis habilidades, gustos o
intereses. Crecí viendo a mi mamá desarrollándose como una profesional exitosa
y compitiendo en un mundo de hombres donde ascendió gracias a sus capacidades
intelectuales, las cuales alimentó y aún alimenta con estudios, investigaciones
y constante contacto con la academia. No por eso dejé de verla cociendo
nuestros disfraces o disfrutando de una fiesta
con sus amigas del colegio. Aprendí con ella a usar un taladro,
presentar una declaración de renta, hacer la reserva en un hotel en el exterior
y comprar boletas para una obra de teatro. La vi llorando y sacando fuerzas
para seguir adelante. La acompañé a levantarse, la animé a volver a empezar y lo
hice con ella. Siempre ha sido mi trampolín, mi malla de rescate y mi gasolina.
Con
mi papá aprendí a desenredarme el pelo, montar en bicicleta y pedalear
dirigiendo la ruta hacia donde yo quiera, aun cuando eso implicara marcar un
nuevo camino, abrir brechas donde antes no había paso. Crecí buscando figuras
en las nubes recostada en su pecho y limpié muchas lagrimas de sus mejillas que
se escapaban cuando me contaba historias que una vez alguien le compartió o que
él recordaba haber vivido. Crecí viéndolo cumplir con sus compromisos y aprendí
por eso el valor de mi palabra. Me enseñó a medirle el aceite al carro para
reconocer cuando había que cambiarlo, a arreglar la parabólica y otras cosas de la casa que suelen dañarse con
el uso o abuso diario. Aprendí que no hay maestro sin alumno y que todo alumno
termina enseñándole al maestro, porque al final la misión de los dos es la
misma: aprender.
De
los dos aprendí a ser. Aprendí a ser mujer y amar mi existencia. Pero las
lecciones más importantes que recibí de ellos trascienden sin duda alguna mi
condición femenina de cuerpo y de acción; son las que hoy me sostienen en quien
soy y en quien estoy siendo y posiblemente en quien seré, sumado a las
experiencias que viva que me seguirán enseñando y de las que también tendré que
desaprender.
Mucho
de lo que aprendí con ellos me confronta con lo que aprendí de otros modelos,
del común y más popular modelo ser mujer que la sociedad concibe, ese que por sus
aprendizajes o tal vez la ausencia de ellos, hizo que el sexo femenino adoptara
determinadas conductas o roles, que constituyeron un género femenino particular
con el cual no del todo me identifico, aceptando la critica social que decir
esto me pueda costar. Por cierto hago una aclaración: NO NOS CULPO ni mucho
menos a las mujeres, nos hago responsables y por eso mismo capaces de
transformar y modificar en nuestro beneficio y no en contra de otros, un género
hermoso, multifacético y cambiante, como todo.
Porque
hay muchas cosas del género femenino “tradicional” con las que no me identifico
y veo nocivo para la realidad actual del mundo y de las mujeres, del nuevo
género. No me identifico con un género femenino débil que busca en el otro
protección, salvación y seguridad. No aprendí a ver en los hombre héroes o
medias mitades que me completan, porque además no veo que me falte media de mi.
Aunque reconozco que no estoy terminada como lo mejor que pueda ser, reconozco
también que no lo seré por el complemento de otro, mas si por los aprendizajes
que su compañía me pueda generar.
Haber
crecido con un hermano mayor por 18 meses fue una invaluable lección que me
permitió encontrar en él compañía, camaradería y soporte mutuo. Me permitió
descubrir todo lo que yo soy capaz de hacer sin importar mi sexo; que fuerza no
solo es lograr treparte con tus manos y sin una silla como apoyo en la rama mas
alta del árbol sino también sobrevivir a una semana entera sin papás para hacer
tareas, combatir las pesadillas o hacer los ajustes del mercado. Aprendí
también a aceptar mis limitaciones y pedir ayuda cuando la necesito sin
sentirme menos que él, porque además él también se sentía cómodo buscándome
cuando sentía que yo podía algo que él no. Por eso comprendí que puedo sola,
pero que es rico tener con quien compartir, y que cuando no puedo está bien
buscar ayuda sin esto hacerme dependiente o incapaz.
Tampoco
me identifico con un género femenino sumiso, permisivo y pasivo. No creo que la
voz mas fuerte sea la que tenga la razón, porque aprendí que las ideas se
defienden con argumentos no con gritos y mucho menos con golpes. Las ideas son
producto del trabajo de la mente y las mentes no tienen sexo, por lo que pueden
venir de cualquier cuerpo, que sí lo tiene. No creo en un género femenino que
se caya para evitar el conflicto con los hombres y no retar así su poder o fuerza,
pero que entre mujeres sí alza su voz para demostrar eso mismo su fuerza o su
poder. Aprendí que el diálogo es un puente que conecta dos partes y que
indiferentemente al tipo de partes, la palabra lo transita para construir y
crear relaciones.
No
me identifico con un género femenino egoísta, individualista y envidioso. Un
género que fue enseñado a la competencia y no a la hermandad. No veo en las
demás mujeres una amenaza que me haga querer apagar su luz para que brille la
mía, y por eso no estoy de acuerdo con la falta de solidaridad de género que
nos convierte en juezas radicales y constantes de nuestras colegas, compañeras
y hasta amigas. Crecí viéndome de igual a igual con mi hermano. Por encima de
las diferencias físicas que eran evidentes, éramos un equipo en el que juntos
todo lo podíamos. Los retos se hacían más emocionantes cuando compartíamos
nuestras habilidades y reconocíamos en el otro sus fortalezas para sacar
provecho de ellas oportunamente. Así mismo me relacionaba con mis primas,
diferentes a mi y sobresalientes por sus talentos pero no por eso mejores o
peores que yo. Nunca las vi como una competencia y en cambio nos hicimos
aliadas en nuestras aventuras, permitiéndonos ser cada una tan cada una como
quisimos, ayudándonos, apoyándonos y sobre todo acompañándonos. De ahí que no
vea la necesidad de rotular o catalogar despectivamente a otras mujeres que hagan
elecciones diferentes a mi y que sobresalgan por otros atributos o talentos que
yo no tenga.
Mucho
menos me identifico con un género femenino hipócrita, mojigato y culposo que
tiene que castigar la manifestación de sus hormonas y silenciar sus deseos.
Aprendí a respetar mi cuerpo y disfrutarlo sanamente sin tener que reprimir mis
emociones pero valorándolas y haciéndolas respetar. No creo que el sexo sea un
secreto aun cuando haga parte de la intimidad; por eso me atrevo a hablar de
ello con hombres y mujeres sin sentirme cochina, impura o puta.
Recuerdo
a mis papás demostrándose cariño con besos, caricias delicadas y miradas
profundas, por eso valoro el contacto físico y encuentro en esto una
manifestación especial de mis sentimientos. No por esto niego que mis hormonas
no se enamoran y reaccionan a otro ritmo diferente al de mi corazón y mis
sentimientos; que tengo pensamientos sexuales y que siendo mujer también soy
capaz, como los hombres, de separar el sexo del amor y no meter al corazón en
la cama, aún cuando no sea lo que prefiera hacer. Reconocer esto no me hace sentir
culpable, ni me hace una perra, ni una cualquiera. Me hace tan humana y
consciente de mi anatomía como cualquier otro ser vivo que se reproduzca a
través de la actividad sexual, con la diferencia del control que yo tengo sobre
mis deseos, mis intensiones y sobre todo mis decisiones y el valor que le
confiera a los hechos, es decir no se lo doy a cualquiera. Tampoco me siento
con la autoridad de determinar el punto sano o correcto de cómo manejar,
compartir o utilizar nuestro cuerpo; tengo mi criterio pero respeto a la que no
lo comparte y acepto sus decisiones sin llamarla zorra, puta o regalada.
Hay,
como las que mencioné, otras cosas con las que no me identifico con el género
femenino y aún así me siento feliz de ser mujer, de tener este sexo y de vivir
mi feminidad a mi manera. Aprendí a ser mujer en esta sociedad y ahora empiezo
a desaprender otras cosas mientras sigo aprendiendo y disfruto de hacerlo. Pero
también pienso que si debo ser definida por mi género, tendré que seguir
haciendo una aclaración, por lo menos mientras el género femenino sea educado bajo
la concepción tradicional que pareciera resistirse al cambio y que niega una
equidad en los derechos de los seres humanos. Derechos ajenos al sexo, como a
la raza, la religión, lengua, origen, creencias etc..
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