martes, 28 de marzo de 2017

Y llegar al tercer piso

Falta poco para completar mis primeros treinta años aquí; y esto –parece– es un pretexto para celebrar. Aunque en realidad no me hace falta, lo del pretexto quiero decir. Tengo el vicio de celebrar la vida a diario. La mía y la de todas las personas con las que he tenido la divina fortuna de coincidir. Y cuando digo divina fortuna no es porque todos hayan sido encuentros agradables, por supuesto que no ha sido así. Treinta años es un tiempo –digamos– suficiente, para coincidir con toda clase de personas y proyectos de personas. Y es que lo largo –o corto– de estos años, he llegado a la conclusión de que todos los encuentros, por tormentosos o tediosos que hayan parecido en su momento, me han dejado valiosas reflexiones y aprendizajes que hoy hacen de mí una mujer inconclusa, imperfecta y enormemente feliz.
Y a propósito de mi cumpleaños, una amiga me preguntó –mientras tomábamos un café– por mi check list de los treinta. Lista de la cuál quizá ya había oído hablar, pero que sin embargo quise me explicara. No se demoró mucho para decirme, con su mejor tono de esto es obvio, que se trataba de la famosa lista que toda mujer hacia cuando llegaba al tercer piso, para ver si había cumplido con sus objetivos, sueños y deseos. Sugirió que era una especie de auto evaluación para medir qué tanto se había hecho o dejado de hacer en los no despreciables treinta años de vida. Por un momento tuve la misma sensación que tenía cuando pasaba la profesora preguntando las tablas de multiplicar. Creo que han sido los únicos dos momentos de mi vida en que he logrado el tan deseado estado de mente en blanco que busca la meditación. Este, afortunadamente no terminó en la sala de profesores, y en cambio sí con un delicioso trago de café que tiñó mis pensamientos otra vez.
No me voy a detener en lo de la “check list que toda mujer hace…” (asunto del que tengo varios puntos que decir, y que en otro momento diré), y continuaré con la manera en que me hice cargo de la mía, mi check list.  Si bien nunca hice una, o por lo menos no tengo presente haberla hecho, ni tampoco encuentro dentro de mis apuntes, creo recordar a la Cristina que varios ayeres pensé sería a esta edad. Recuerdo a esa mujer que alguna vez soñé ser, y me doy cuenta de que si fuera este un examen, con seguridad lo perdería como perdí el de matemáticas años atrás. Definitivamente no soy la Cristina que quise ser. A mis treinta años reconozco que no he hecho lo que pensé que haría, ni mucho menos vivo la vida que creí viviría; y sin embargo – como ya lo dije–  soy feliz.
Estoy lejos de cumplir con los objetivos que ayer me planteé, porque me desvié hacía los que hoy me inspiraran. Estoy despierta ante los sueños que adopté de otros y que hoy sé no son los míos. Ignoro mucho de lo que pensé ya debería saber, pero en cambio sé a qué sabe el fracaso, a qué la valentía de correr riesgos y también la embriagante dulzura de la victoria que resulta del esfuerzo. Tal vez entonces no me conocía lo suficiente como para diferenciar ente lo que yo quería y lo que querían que yo quisiera. Hoy sé quién no soy, y todos los días me sorprendo sabiendo la que puedo ser. A veces menos de lo que quisiera, a veces más, pero siempre yo. En 360 meses de improvisación consciente sigo cometiendo errores, quizá no los mismos de antes, pero errores al final. Y lo que es peor, cada vez los disfruto más.
El paso del tiempo es inevitable en mi cuerpo y lo empiezo a notar. Noto que las estrías no se desaparecieron como esa crema lo prometió, que la celulitis no se me quita por mas bicicleta que monte, y eso que monto mucho; que si trasnocho las ojeras me lo recordarán al día siguiente, y que se nota cuándo estoy carilavada y cuándo no. Y pesar de todo eso, noto que me gusta lo que veo en el espejo cuando estoy en frente y entonces sonrío, y me gusta aún más. Noto que ahora puedo disfrutarme sin culpa, castigarme menos, consentirme mejor, abrazarme más fuerte y dejar que me abracen más apretado.
Parece que a mi reloj biológico se le dañó la alarma, porque no me ha sonado para recordarme que ya es hora de ser mamá. Admiro a las valientes que a mi edad ya lo son, pero no las envidio. Por lo menos no todavía. Si algún día cometo la imprudencia – seguramente emocionante como todas– de traer una vida al mundo, en un acto de fe contaré con mi cuerpo como aliado, para que se dé de la mejor manera sin importar la edad que yo tenga. Pero además, también en un acto de fe, espero poder contar con un padre que atrevido como yo, se embarque en la aventura de amar con responsabilidad a esa criatura.
Vestida de largo y blanco solo he ido a un cumpleaños. No me he casado ni tengo al lado a mi príncipe azul; y no voy a besar sapos para encontrarlo, porque no quiero un príncipe para mí. En ese caso preferiría al sapo, porque al menos de entrada ya sabría lo que es. No me ha llegado el hombre perfecto, pero tampoco lo estoy esperando. ¿Por qué habría yo de hacerle el mal de enamorarlo de mí: una mujer imperfecta que está en proceso de construcción? Prefiero seguir caminando sin la presión de la perfección. Hacer camino mientras disfruto de mi compromiso con la felicidad, siempre abierta a encontrar un compañero para enriquecer la experiencia, la de los dos, cada uno desde sí mismo y sin abandonarse. Quiero disfrutar de la complicidad del hombre que me admire y respete mi forma única de ser; que me bese despacio porque ya no tenga prisa de poseerme, pero en cambio sí deseos de sentirme y disfrutar juntos de la intimidad en la que nuestras almas se funda. Estoy feliz conmigo y solo si alguien llega a sumar, será bienvenido y yo feliz elegiré amar.
No tengo nada a mi nombre y todo lo que me pertenece lo llevo puesto. No tengo colecciones aparte de los recuerdos que mi memoria contempla y mi piel lleva registrado. Y así, liviana, sin cargas extras ni objetos que cuidar, bailo más libre, vuelo más alto, viajo más lejos… debo menos y disfruto más. Sigo soñando y tengo propósitos. Sigo deseando y quiero, sí que quiero. Quiero experiencias, quiero viajar, quiero conquistar y conquistarme cada día más. También quiero un techo donde dormir, y un techo cómodo. Quiero vestirme bien y comer rico. Quiero cosas. Todo eso y algo más que se me escapa, pero lo que más quiero es mi tranquilidad. Esa no la aplazo, no la negocio, no la canjeo ni la sedo.
Y bueno, si me preguntan ahora por mi check list, creo que mi mente no estará ya en blanco, pero clara sí que estará. Tengo claro que he la tachado toda, no porque haya cumplido con lo que deseé, sino porque esos deseos ya no son los míos. Estoy feliz con no haberlos cumplido porque solo así pude descubrir esta yo que estoy siendo, esta yo que estoy compartiendo mientras construyo. Feliz y agradecida de llegar a los treinta siendo la mujer que soy, quizá lejana de la que quise ser, y con seguridad más cerca de la que ahora quiero ser. Agradecida con todas las personas que me han acompañado en este y en otros caminos. Por su paciencia, por su amor, por su apoyo, por dejarme ser y ser a mi lado. Agradecida también con los que se han ido, por haber estado para compartir, y haberse ido para enseñarme. Agradecida con los que llegan, por darme y recibir de mí. Agradecida por mi familia, mis grandes maestros, amigos, cómplices y espejos. Muy agradecida y comprometida con seguir creciendo, seguir estando para los que quieran que esté y dispuesta a dejarme acompañar por los que quieran hacerlo.

Así llego a los treinta: Orgullosa, satisfecha, feliz y AGRADECIDA. Que lo que venga, sea como sea, me haga mejor Cristina de la que he sido. Que lo que se vaya, sea lo que sea, me haga más libre y disponible para lo que llegue. Yo por ahora inhalo profundo y exhalo lento, estoy aquí y vivo ahora.   

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