Falta poco para completar mis
primeros treinta años aquí; y esto –parece– es un pretexto para celebrar. Aunque
en realidad no me hace falta, lo del pretexto quiero decir. Tengo el vicio de
celebrar la vida a diario. La mía y la de todas las personas con las que he
tenido la divina fortuna de coincidir. Y cuando digo divina fortuna no es
porque todos hayan sido encuentros agradables, por supuesto que no ha sido así.
Treinta años es un tiempo –digamos– suficiente, para coincidir con toda clase
de personas y proyectos de personas. Y es que lo largo –o corto– de estos años,
he llegado a la conclusión de que todos los encuentros, por tormentosos o
tediosos que hayan parecido en su momento, me han dejado valiosas reflexiones y
aprendizajes que hoy hacen de mí una mujer inconclusa, imperfecta y enormemente
feliz.
Y a propósito de mi
cumpleaños, una amiga me preguntó –mientras tomábamos un café– por mi check list de los treinta. Lista de la
cuál quizá ya había oído hablar, pero que sin embargo quise me explicara. No se
demoró mucho para decirme, con su mejor tono de esto es obvio, que se trataba de la famosa lista que toda mujer
hacia cuando llegaba al tercer piso, para ver si había cumplido con sus objetivos, sueños y deseos. Sugirió que
era una especie de auto evaluación para medir qué tanto se había hecho o dejado
de hacer en los no despreciables treinta años de vida. Por un momento tuve la
misma sensación que tenía cuando pasaba la profesora preguntando las tablas de
multiplicar. Creo que han sido los únicos dos momentos de mi vida en que he
logrado el tan deseado estado de mente en
blanco que busca la meditación. Este, afortunadamente no terminó en la sala
de profesores, y en cambio sí con un delicioso trago de café que tiñó mis pensamientos
otra vez.
No me voy a detener en lo de
la “check list que toda mujer hace…” (asunto del que tengo varios puntos que
decir, y que en otro momento diré), y continuaré con la manera en que me hice
cargo de la mía, mi check list. Si bien
nunca hice una, o por lo menos no tengo presente haberla hecho, ni tampoco
encuentro dentro de mis apuntes, creo recordar a la Cristina que varios ayeres
pensé sería a esta edad. Recuerdo a esa mujer que alguna vez soñé ser, y me doy
cuenta de que si fuera este un examen, con seguridad lo perdería como perdí el
de matemáticas años atrás. Definitivamente no soy la Cristina que quise ser. A
mis treinta años reconozco que no he hecho lo que pensé que haría, ni mucho
menos vivo la vida que creí viviría; y sin embargo – como ya lo dije– soy feliz.
Estoy lejos de cumplir con los
objetivos que ayer me planteé, porque me desvié hacía los que hoy me
inspiraran. Estoy despierta ante los sueños que adopté de otros y que hoy sé no
son los míos. Ignoro mucho de lo que pensé ya debería saber, pero en cambio sé
a qué sabe el fracaso, a qué la valentía de correr riesgos y también la
embriagante dulzura de la victoria que resulta del esfuerzo. Tal vez entonces
no me conocía lo suficiente como para diferenciar ente lo que yo quería y lo que
querían que yo quisiera. Hoy sé quién no soy, y todos los días me sorprendo sabiendo
la que puedo ser. A veces menos de lo que quisiera, a veces más, pero siempre
yo. En 360 meses de improvisación consciente sigo cometiendo errores, quizá no
los mismos de antes, pero errores al final. Y lo que es peor, cada vez los
disfruto más.
El paso del tiempo es
inevitable en mi cuerpo y lo empiezo a notar. Noto que las estrías no se
desaparecieron como esa crema lo prometió, que la celulitis no se me quita por
mas bicicleta que monte, y eso que monto mucho; que si trasnocho las ojeras me
lo recordarán al día siguiente, y que se nota cuándo estoy carilavada y cuándo
no. Y pesar de todo eso, noto que me gusta lo que veo en el espejo cuando estoy
en frente y entonces sonrío, y me gusta aún más. Noto que ahora puedo
disfrutarme sin culpa, castigarme menos, consentirme mejor, abrazarme más
fuerte y dejar que me abracen más apretado.
Parece que a mi reloj
biológico se le dañó la alarma, porque no me ha sonado para recordarme que ya es hora de ser mamá. Admiro a las
valientes que a mi edad ya lo son, pero no las envidio. Por lo menos no todavía.
Si algún día cometo la imprudencia – seguramente emocionante como todas– de
traer una vida al mundo, en un acto de fe contaré con mi cuerpo como aliado,
para que se dé de la mejor manera sin importar la edad que yo tenga. Pero además,
también en un acto de fe, espero poder contar con un padre que atrevido como
yo, se embarque en la aventura de amar con responsabilidad a esa criatura.
Vestida de largo y blanco solo
he ido a un cumpleaños. No me he casado ni tengo al lado a mi príncipe azul; y
no voy a besar sapos para encontrarlo, porque no quiero un príncipe para mí. En
ese caso preferiría al sapo, porque al menos de entrada ya sabría lo que es. No
me ha llegado el hombre perfecto, pero tampoco lo estoy esperando. ¿Por qué
habría yo de hacerle el mal de enamorarlo de mí: una mujer imperfecta que está
en proceso de construcción? Prefiero seguir caminando sin la presión de la
perfección. Hacer camino mientras disfruto de mi compromiso con la felicidad,
siempre abierta a encontrar un compañero para enriquecer la experiencia, la de
los dos, cada uno desde sí mismo y sin abandonarse. Quiero disfrutar de la
complicidad del hombre que me admire y respete mi forma única de ser; que me
bese despacio porque ya no tenga prisa de poseerme,
pero en cambio sí deseos de sentirme y disfrutar juntos de la intimidad en
la que nuestras almas se funda. Estoy feliz conmigo y solo si alguien llega a sumar,
será bienvenido y yo feliz elegiré amar.
No tengo nada a mi nombre y todo
lo que me pertenece lo llevo puesto. No tengo colecciones aparte de los recuerdos
que mi memoria contempla y mi piel lleva registrado. Y así, liviana, sin cargas
extras ni objetos que cuidar, bailo más
libre, vuelo más alto, viajo más lejos… debo menos y disfruto más. Sigo soñando
y tengo propósitos. Sigo deseando y quiero, sí que quiero. Quiero experiencias,
quiero viajar, quiero conquistar y conquistarme cada día más. También quiero un
techo donde dormir, y un techo cómodo. Quiero vestirme bien y comer rico.
Quiero cosas. Todo eso y algo más que se me escapa, pero lo que más quiero es
mi tranquilidad. Esa no la aplazo, no la negocio, no la canjeo ni la sedo.
Y bueno, si me preguntan ahora
por mi check list, creo que mi mente no estará ya en blanco, pero clara sí que
estará. Tengo claro que he la tachado toda, no porque haya cumplido con lo que
deseé, sino porque esos deseos ya no son los míos. Estoy feliz con no haberlos
cumplido porque solo así pude descubrir esta yo que estoy siendo, esta yo que estoy
compartiendo mientras construyo. Feliz y agradecida de llegar a los treinta
siendo la mujer que soy, quizá lejana de la que quise ser, y con seguridad más
cerca de la que ahora quiero ser. Agradecida con todas las personas que me han
acompañado en este y en otros caminos. Por su paciencia, por su amor, por su
apoyo, por dejarme ser y ser a mi lado. Agradecida también con los que se han
ido, por haber estado para compartir, y haberse ido para enseñarme. Agradecida
con los que llegan, por darme y recibir de mí. Agradecida por mi familia, mis
grandes maestros, amigos, cómplices y espejos. Muy agradecida y comprometida con
seguir creciendo, seguir estando para los que quieran que esté y dispuesta a
dejarme acompañar por los que quieran hacerlo.
Así llego a los treinta:
Orgullosa, satisfecha, feliz y AGRADECIDA. Que lo que venga, sea como sea, me
haga mejor Cristina de la que he sido. Que lo que se vaya, sea lo que sea, me
haga más libre y disponible para lo que llegue. Yo por ahora inhalo profundo y
exhalo lento, estoy aquí y vivo ahora.